Una sensación sutil, pero persistente, me persigue a bordo del bote de Pato, pescador, gran cocinero y fiel representante de la “república del buen humor”. También estoy en compañía del gran Titín, a quien conocí unos meses antes. Hoy, él es tripulante a bordo acompañando en la faena de pesca. Estamos en Puerto Gala, en Aysén, localidad donde compartimos unos días de trabajo junto a colegas. Trabajamos en actividades de pesca, en océanos, en abordar la crisis que sufre el sector hace muchos años y en diseños para la preservación de lo bello de este arte con arraigo a la cultura rural de la zona y en los recursos que lo sustentan.
Siento un mareo incómodo, con algo de náuseas, de esos que si dejas crecer te desquicia. Por suerte, entiendo que es controlable, aunque sé que necesitaré cierta guía para destrabar un problema que, de seguro, sólo padecemos quienes estamos más acostumbrados a un mar de autos, en las calles de Buenos Aires, en mi caso.
Muy lejos de ahí estoy esta tarde cumpliendo trabajos a bordo, en un lugar único en el mundo al que es difícil adornar con expresiones verbales, a las órdenes de Pato y Titín, destripando una parte de los 200 kilos de merluza austral que estamos pescando en el caladero del canal Jacaf. Tarea dura para las y los más de 30 pescadores y pescadoras de la localidad: tirar al agua 40 líneas de ciento y tantos metros con 56 anzuelos cada una para luego recogerlas. Ensayo preguntas, ensayo respuestas, como si las mismas sufrieran la oscilación del bote sobre esas aguas. Todas responden a mi propia subjetividad.
¿Por qué estas personas salen a pescar? Es un estilo de vida que da acceso a un lugar maravilloso, me respondo. Pero el mundo que se me ha mostrado me lleva a algo menos romántico. Mucho del por qué lo explica la necesidad de conseguir medios para vivir, que en ese lugar probablemente precisa tanto del dinero como de la capacidad de observación o de templanza individual. Lamentablemente, no se cobra el kilo de pan con monedas de virtud y, como en muchas caletas de pescadores en Chile, cada vez cuesta más obtener las mismas cantidades de pescado con el mismo esfuerzo. La merluza austral está en condición de sobreexplotación hace años, según la información aportada por la ciencia y también por los relatos locales. Cada vez menos actores concentran la comercialización de los volúmenes remanentes del recurso. Además, por cuestionables procesos de redacción de la normativa vigente, en esta región se permite que quien no pesca ceda sus derechos de extracción a empresas pesqueras o a otros colegas. Muchos pescadores y pescadoras lo hacen ante cuerpos que ya no responden como antes y ante el agotamiento del recurso. ¿Qué hacer? ¿Qué alternativas hay? Este es el tipo de preguntas que nos hacemos habitualmente con mis colegas.
Mi mareo está un tanto ligado el noviciado, pero en particular al del navegar en esas aguas, ya que no es ni la primera ni la segunda vez que me embarco desde una caleta en las infinitas costas del pacífico sur. Es que junto a mis colegas, trabajamos hace siete años en acompañar proyectos de mejora comercial junto a pescadores y pescadoras artesanales. Pero las aguas en los canales de esta región tienen una incansable inquietud. Esta, de alguna manera, hace tangencia con la desorientación que a veces me aqueja por mis intentos de lectura de este veloz mundo.
Este entorno de trabajo, con dependencia extrema de la exposición del cuerpo a climas patagónicos y a fuerza física constante es ajeno al que está ligado a la híper conectividad. Podría tildarlo apresuradamente de ¨hostil¨, pero está totalmente dentro del mundo de Pato y Titín.
Ellos son los que, en un rápido ejercicio de retrospectiva y con una firmeza que ahora me hace sonreír, me habilitaron la posibilidad de ir a pescar, ofreciéndome con solidaridad (mezclada con algo de piedad), ropa adecuada para no mojarme. Ahora lo sé, me estaban dando la misión de trabajar como un compañero más y de ayudarlos a alivianar un poco la nunca tan bien llamada ¨pega¨. Inmediatamente sintonicé con el código. Esa tarde era la de, siempre que yo estuviera dispuesto, laburar – como decimos en Buenos Aires al hecho de salir a trabajar – a la par de ellos durante tres horas. Tiempo en que demoraría recoger las líneas que habían calado en la mañana.
Más allá del mareo, destripar cien pescados a bordo no me genera la impresión que mi manual de reacciones sugiere. Otra sorpresa. Es una tarea que se hace por temas sanitarios, ya que la primera carga bacteriana natural en un proceso de descomposición se manifiesta en las vísceras de los ahora pescados. Esta práctica está acordada con el único comprador que llega a la localidad por estos tiempos, y cuyos empleados están esperando nuestro regreso. Allí se pesará lo obtenido y se recibirá un papel, una suerte de ¨vale¨ que Pato y Titín podrán canjear por dinero en unos días. Si bien ese precio recibido permite pagar la operación y generar un margen no despreciable, hay siempre entre las y los Galenses una sensación que eso es muy poco en relación al trabajo realizado para ganarlo. Además, es un precio que no ha variado mucho en años, a comparación de los precios de la economía en general, siempre en camino sin retorno al alza. El comprador pone las condiciones de compra y no hay mucho espacio para negociar. La operación de la empresa para llegar a Puerto Gala, habilitar a los botes con bencina y carnada, y esperar su pesca para devolverse al continente a procesar, deben haber tenido una inversión y costos no despreciables. Esa posición suele ser cautelosamente cuidada. Como en la mayoría de las relaciones laborales, deriva en una negociación con poder asimétrico. Es ahí donde nuestro trabajo se cuela.
La idea de montar junto a la comunidad local un proyecto auto gestado de agregar valor a una pesca de calidad, legal y trazable puede ser una oportunidad para complementar los ingresos de las y los pescadores. Recién estamos dando los primeros pasos para probar la idea; la cual consiste en lograr que la merluza austral extraída se transforme en filetes envasados al vacío y congelados.
Queda mucho por delante, pero resaltamos que se ha formado un hermoso grupo de trabajo entre personas del lugar y quienes les visitamos. Estamos también para reír y disfrutar de un exquisito caldillo de congrio, preparado y compartido por Pato, nuestro anfibio anfitrión en tierra y mar.
Llega la guía pacientemente esperada y junto con ello algo de calma. Mi mareo ya me generaba incomodidad. Por suerte, Titín, que en ese momento era quien impartía diversas instrucciones para una mejor labor de su flamante tripulante, me previene a tiempo. Ahora la recomendación es hacer descansos y mirar al horizonte. Perspectiva. La calma de ver un punto… ¿de partida, o de llegada? Puedo, ahora sí, ver nubes que por debajo están algo rosadas, algunas posándose sobre las cimas de los cerros rocosos de los fiordos ayseninos. Certifico que calma los mareos.
Published Apr 11, 2024